viernes, 16 de abril de 2010

Vidrio Molido

El señor Alberto vivía en el primero C y la señora Nélida en planta baja C.

La planta baja C y su pequeño patio, habían sido luminosos antes de que construyeran el edificio de al lado. Las casas de Nélida, Alberto y los otros vecinos se sofocaron al compartir el nuevo aire y luz del edificio. En este tubo se instalaron rápidamente la humedad, el olor a grasa y los sonidos mezclados de cada uno de los seis pisos.

Alberto vivía solo. Después de una jornada de trabajo monótona, pasaba sus tardes leyendo. Solía comprar comida hecha y libros en oferta. Leía todo lo que compraba, obligándose en muchos casos a terminar verdaderos bodrios.

Nélida también vivía sola. Por las tardes y hasta la noche ayudaba en un geriátrico del barrio. La casa de Nélida había sido la más ensombrecida por el edificio vecino aunque era la única que tenía patio. Este patio y la soledad de Nélida cambiaron cuando se dejó convencer por una amiga y aceptó un perrito como compañero.

El perro con sus tardes solitarias llenaron el aire y luz de un ladrido permanente, incansable y mágicamente amplificado por la acústica del recinto. Ya no se oyeron la tele de los chicos del cuarto, la tos fumadora del tercero, ni las peleas de la parejita del quinto. El ladrido creció y se instaló llenándolo todo.

Antes de la llegada del perro, Alberto se sorprendía sin avanzar en la lectura, porque seguía alguna conversación o sonido que llegaba por el tubo. Volver al libro, siempre le recordaba el empujoncito que había que darle a la púa sobre un disco rayado. Después de la llegada del perro, los ladridos no lo distraían completamente sino que se sumaban a lo que leía. Así, por ejemplo, Odiseo se salvó del canto de las sirenas gracias al ladrido, y Robinson siempre tuvo compañía canina en su isla desierta. Seguía pasando las hojas hasta el fin del libro pero definitivamente había dejado de leer. Las horas frente a un libro, sin lectura, se le hicieron interminablemente largas.

Tenía que estrangular al perro, demandar a la vecina, estrangularlos a ambos. Alberto se detenía avergonzado por sus fantasías violentas. Estas fantasías fueron recurrentes y al mismo tiempo fue desapareciendo la vergüenza. Su mejor aliado fue el carácter animal de su victima. Supo, por ejemplo, cuantas vacas, pollos y merluzas mueren por día para darle de comer a la ciudad.

El asesinato del perro tomó forma mientras crecía, sobre la mesa, la pila de libros sin leer por culpa de los ladridos. Estaba claro que el perro tenía que morir de muerte natural, es decir la vecina no podía encontrarlo atravesado por una lanza ni aplastado por un bloque de hormigón porque él sería sospechado de inmediato. La muerte natural, sin embargo debía preceder a una larga agonía, pues había que persuadir a la vecina sobre las desventajas de tener un nuevo animal con el que encariñarse. Esta idea de Alberto se basaba en que él había sufrido más con la muerte de su mujer que con la soledad posterior.

Preguntar sin convertirse en sospechoso, sobre el funcionamiento de inductores a la muerte no fue fácil. Compró, entre los libros en oferta, uno en portugués sobre venenos caseros pero no logró traducir o encontrar ninguno de los ingredientes. Descartó los venenos para ratas u otros conocidos, pues ninguno asegura largas agonías. Finalmente dio con la solución: vidrio molido.

Alberto consideró otros aspectos del plan: como no quedar implicado si se descubría que la muerte había sido intencional. Tenía que mostrarse tolerante a los ladridos, amante de los animales y defensor a ultranzas de los derechos de su querida vecina Nélida. Estas cualidades debían ser comunicadas cuanto antes a todo el edificio. Por primera vez se detuvo a hablar con la portera, leyó todo el papel de las expensas para sacar temas de conversación, compartió viajes en ascensor y conversó con los vecinos. El otro aspecto era como darle una porción de carne mezclada con vidrio al perro sin que lo vieran ni vieran que algo era arrojado desde su ventana. Empezó entonces a asomarse frecuentemente, y en los horarios mas diversos, como para establecer que él era un habitué del tubo. Comprobó que al asomarse, el perro dejaba de ladrar por unos segundos y que cuando estaba la vecina y el perro no ladraba, empezaba a hacerlo ni bien él se asomaba por la ventana. En varias oportunidades, Nélida salió al patio, se saludaron y mantuvieron una corta conversación, casi siempre relacionada a cuestiones del tubo.

Ya estaban las condiciones dadas para ejecutar el plan.

Al salir del trabajo, compró otros cinco libros por diez pesos, compró un cuarto de picada común en una carnicería a la que jamás había entrado y llegando a su casa, compró unas pastas listas para hornear, algo de pan y queso rallado. Usó un mortero de piedra que había estado en el lavadero desde siempre para moler el vidrio de un portarretratos de su difunta mujer.

Ese mismo día el chico que ayuda en la fábrica de pastas no vio que la vibración de la máquina moledora de carne, movía hasta hacer caer en su interior un frasco de pimienta vacío que estaba en un estante. La máquina convirtió al frasco en polvo disimulándolo en el relleno de los canelones. Por suerte casi todo el frasco fue a parar al mismo canelón.

A pesar de haberse convencido y preparado, se sintió muy mal con lo que había hecho. Su futura paz para leer y la animalidad del perro no lograban consolarlo. Casi no tuvo hambre. Comió un solo canelón y se fue a la cama. Al rato el perro no ladraba y Alberto se sentía peor, mucho peor.

Contrariamente a lo que creyó Alberto, el vidrio molido produce una agonía dolorosa pero que no dura más de unas seis horas tanto en animales como en personas y para un forense o para un veterinario es obvio que no se trata de muerte natural. Por otro lado, la simultaneidad de ambos envenenamientos no fue prueba suficiente para exonerar a la señora Nélida, culpable del asesinato del señor Alberto.