sábado, 24 de septiembre de 2016

A Tiempo

Después de un viaje en colectivo de cuarenta y dos minutos, una caminata de doscientos treinta metros bajo la lluvia y un ascenso de cuarenta y ocho escalones mal iluminados ella entra a la oficina y se detiene para decidir que hacer con su paraguas. Chorrea y rápidamente se forma un charco. No hay lugar para dejar paraguas. Supone que es porque se los roban o porque se roban el paragüero o porque acá no llueve casi nunca.
Las de adelante no tienen paraguas. Tampoco están mojadas. Hace horas que llueve copiosamente así que se tuvieron que haber secado o llegaron hace más que horas. Recién al rato de no avanzar pone atención a la que esta siendo atendida. Mejor dicho, a la primera de la fila que no esta siendo atendida. El otro lado del mostrador está vacío.
El tiempo pasa mucho más despacio cuando una está en una fila, salvo que esté haciendo la fila con alguien que no está porque no llegó, porque fue al baño o al quiosco. En estos casos la fila avanza demasiado rápido.
Hay cuatro o cinco personas por delante, las seis son mujeres. La fila parece medir seis pero al analizar a los personajes se da cuenta que dos de ellas están acompañadas por otras dos. Un par seguro que se cuenta como uno, podrían ser madre e hija o tía y sobrina. El otro par, en realidad, pueden haberse conocido en la fila y entonces habría que contarlo como dos. Este dúo requiere un análisis más minucioso. El análisis se justifica pues, al no haber tanta gente, el tiempo de espera, suponiendo que todas tarden lo mismo, variaría en un alto porcentaje si son amigas y una acompaña a la otra o si son dos para el trámite. Este análisis, luego de comprobar que no deduce nada de la vestimenta, muecas ni gestos, tendrá que hacerlo escuchando lo que hablan. Están a dos personas de ella. En realidad a tres porque entre las amigas, o recientemente conocidas, y ella hay una y la mamá o tía con la nena. No es fácil entenderlas, el ruido de la lluvia que hasta ahora había pasado inadvertido crece y se mezcla con las voces.
Ya volvió la que atiende. Recién ahora la ve. Es una mujer normal, normalmente vestida que sólo difiere de las de las de la fila porque está del otro lado del mostrador.
Determinar la cantidad de personas que hay adelante y postular que todas serán atendidas en el mismo tiempo no tendría ninguna utilidad si no se sabe cuanto tardan en atender a una, así que mira y memoriza la hora.
No la memorizó porque al rato, cuando la primera termina de ser atendida y junta todo lo que tuvo que desplegar en el mostrador, vuelve a mirar la hora y duda si empezó a ser atendida menos cuarto o y cuarto. Un error de media hora. Se pregunta si este error será más grande que el de considerar a las amigas como una o dos.
Mientras sigue tratando de escuchar que dicen ve que la que atiende se vuelve a ir. Ahora a la ecuación del tiempo de espera habrá que agregarle un tiempo entre atendidas. Para facilitar las cosas, lo tomará como constante, es decir habrá que sumárselo al tiempo de atención de cada una. La lluvia no es lo único que se interponía entre sus oídos y las amigas. También ha estado escuchando la conversación de la tía con la niña. Ya tiene claro que no es la madre así que lo de tía encaja bien.
Volvió la que atiende y habla sólo con una de las amigas. La otra está ausente a la conversación y no da pistas de si es una más en la fila o es acompañante.
Era acompañante. Se fueron las dos juntas pero enseguida. Habrá que reformular la hipótesis de tiempo de atención constante, pues a estas últimas las despachó en menos de un minuto. Con la que sigue, ya hace que está, más de una hora. Eso está bien, cada una se tiene que tomar su tiempo. Piensa que a ella no le gustaría que la despacharan enseguida. Y además ya le falta poco. Muy poco.
La fila ha crecido detrás de ella. Seguramente que la que acaba de entrar la va a ver a ella completamente seca y no paró nunca de llover. No sirven los cálculos así que para entretenerse piensa en otra cosa. Piensa en distorsionarle los cálculos a las de atrás. Se tiene que hacer amiga y charlar con la tía antes de que la atiendan.

Demasiado tarde. Ya la están atendiendo. La que atiende no se fue entre la anterior y la que seguía. Ahora sólo falta que atienda a la tía y después le toca a ella. Y si sigue atendiendo sin parar ni siquiera va a tener ese tiempito adicional. Pasan otros cuarenta minutos y finalmente le toca a ella. Por suerte la que atiende se va. No recuerda cuanto va a tardar en volver. La angustia la carcome. Ni siquiera recuerda si midió ese tiempo. Es inminente que vuelva la que atiende. La decisión está tomada y sale huyendo del lugar. 

viernes, 16 de abril de 2010

Vidrio Molido

El señor Alberto vivía en el primero C y la señora Nélida en planta baja C.

La planta baja C y su pequeño patio, habían sido luminosos antes de que construyeran el edificio de al lado. Las casas de Nélida, Alberto y los otros vecinos se sofocaron al compartir el nuevo aire y luz del edificio. En este tubo se instalaron rápidamente la humedad, el olor a grasa y los sonidos mezclados de cada uno de los seis pisos.

Alberto vivía solo. Después de una jornada de trabajo monótona, pasaba sus tardes leyendo. Solía comprar comida hecha y libros en oferta. Leía todo lo que compraba, obligándose en muchos casos a terminar verdaderos bodrios.

Nélida también vivía sola. Por las tardes y hasta la noche ayudaba en un geriátrico del barrio. La casa de Nélida había sido la más ensombrecida por el edificio vecino aunque era la única que tenía patio. Este patio y la soledad de Nélida cambiaron cuando se dejó convencer por una amiga y aceptó un perrito como compañero.

El perro con sus tardes solitarias llenaron el aire y luz de un ladrido permanente, incansable y mágicamente amplificado por la acústica del recinto. Ya no se oyeron la tele de los chicos del cuarto, la tos fumadora del tercero, ni las peleas de la parejita del quinto. El ladrido creció y se instaló llenándolo todo.

Antes de la llegada del perro, Alberto se sorprendía sin avanzar en la lectura, porque seguía alguna conversación o sonido que llegaba por el tubo. Volver al libro, siempre le recordaba el empujoncito que había que darle a la púa sobre un disco rayado. Después de la llegada del perro, los ladridos no lo distraían completamente sino que se sumaban a lo que leía. Así, por ejemplo, Odiseo se salvó del canto de las sirenas gracias al ladrido, y Robinson siempre tuvo compañía canina en su isla desierta. Seguía pasando las hojas hasta el fin del libro pero definitivamente había dejado de leer. Las horas frente a un libro, sin lectura, se le hicieron interminablemente largas.

Tenía que estrangular al perro, demandar a la vecina, estrangularlos a ambos. Alberto se detenía avergonzado por sus fantasías violentas. Estas fantasías fueron recurrentes y al mismo tiempo fue desapareciendo la vergüenza. Su mejor aliado fue el carácter animal de su victima. Supo, por ejemplo, cuantas vacas, pollos y merluzas mueren por día para darle de comer a la ciudad.

El asesinato del perro tomó forma mientras crecía, sobre la mesa, la pila de libros sin leer por culpa de los ladridos. Estaba claro que el perro tenía que morir de muerte natural, es decir la vecina no podía encontrarlo atravesado por una lanza ni aplastado por un bloque de hormigón porque él sería sospechado de inmediato. La muerte natural, sin embargo debía preceder a una larga agonía, pues había que persuadir a la vecina sobre las desventajas de tener un nuevo animal con el que encariñarse. Esta idea de Alberto se basaba en que él había sufrido más con la muerte de su mujer que con la soledad posterior.

Preguntar sin convertirse en sospechoso, sobre el funcionamiento de inductores a la muerte no fue fácil. Compró, entre los libros en oferta, uno en portugués sobre venenos caseros pero no logró traducir o encontrar ninguno de los ingredientes. Descartó los venenos para ratas u otros conocidos, pues ninguno asegura largas agonías. Finalmente dio con la solución: vidrio molido.

Alberto consideró otros aspectos del plan: como no quedar implicado si se descubría que la muerte había sido intencional. Tenía que mostrarse tolerante a los ladridos, amante de los animales y defensor a ultranzas de los derechos de su querida vecina Nélida. Estas cualidades debían ser comunicadas cuanto antes a todo el edificio. Por primera vez se detuvo a hablar con la portera, leyó todo el papel de las expensas para sacar temas de conversación, compartió viajes en ascensor y conversó con los vecinos. El otro aspecto era como darle una porción de carne mezclada con vidrio al perro sin que lo vieran ni vieran que algo era arrojado desde su ventana. Empezó entonces a asomarse frecuentemente, y en los horarios mas diversos, como para establecer que él era un habitué del tubo. Comprobó que al asomarse, el perro dejaba de ladrar por unos segundos y que cuando estaba la vecina y el perro no ladraba, empezaba a hacerlo ni bien él se asomaba por la ventana. En varias oportunidades, Nélida salió al patio, se saludaron y mantuvieron una corta conversación, casi siempre relacionada a cuestiones del tubo.

Ya estaban las condiciones dadas para ejecutar el plan.

Al salir del trabajo, compró otros cinco libros por diez pesos, compró un cuarto de picada común en una carnicería a la que jamás había entrado y llegando a su casa, compró unas pastas listas para hornear, algo de pan y queso rallado. Usó un mortero de piedra que había estado en el lavadero desde siempre para moler el vidrio de un portarretratos de su difunta mujer.

Ese mismo día el chico que ayuda en la fábrica de pastas no vio que la vibración de la máquina moledora de carne, movía hasta hacer caer en su interior un frasco de pimienta vacío que estaba en un estante. La máquina convirtió al frasco en polvo disimulándolo en el relleno de los canelones. Por suerte casi todo el frasco fue a parar al mismo canelón.

A pesar de haberse convencido y preparado, se sintió muy mal con lo que había hecho. Su futura paz para leer y la animalidad del perro no lograban consolarlo. Casi no tuvo hambre. Comió un solo canelón y se fue a la cama. Al rato el perro no ladraba y Alberto se sentía peor, mucho peor.

Contrariamente a lo que creyó Alberto, el vidrio molido produce una agonía dolorosa pero que no dura más de unas seis horas tanto en animales como en personas y para un forense o para un veterinario es obvio que no se trata de muerte natural. Por otro lado, la simultaneidad de ambos envenenamientos no fue prueba suficiente para exonerar a la señora Nélida, culpable del asesinato del señor Alberto.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Un instante

Las palabra, las manos, la piel, las lenguas. Sobre la mesa de luz hay una tira de dos paquetitos. Uno esta vacío, intento abrir el otro. No es fácil. El envoltorio plástico es resbaloso, posiblemente por los restos de lubricante del otro envoltorio o por mis manos transpiradas. Ella espera excitada, abierta. La situación me lleva a las luchas contra los sobrecitos de ketchup que también son resbalosos y difíciles de abrir. En esos casos lo que espera, también abierta, es una hamburguesa que se va enfriando. Cuando el ketchup finalmente se abre, lo hace, a lo largo de una de los lados y no me deja esparcirlo en forma homogénea sobre la hamburguesa. Ella ha dejado de esperar y actúa. Cuanta luz, colores y ruido había en esa casa de comidas rápidas. Debe haber creído que mi dilación para abrir el paquetito es adrede, que le estoy pidiendo algo. Me tendría que haber fijado si el paquete tiene alguna marca, o muesca en el borde, pero ahora, sin anteojos y en penumbra, no le veo nada Se esta dedicando a mi explorando algo nuevo ¿de donde lo habrá sacado? Estos envoltorios tendrían que venir con una tijerita o algo así. Por lo que cuestan, una tijerita de las de colegio de los chicos no cambiaría nada. Parece que lo que me esta haciendo también la excita a ella así que me puedo dedicar enteramente a abrir este envoltorio. Me acuerdo de un remedio que venía en ampollas de vidrio. Cuatro o seis por caja y traía una sierrita para abrirlas. Se serruchaba el cuello de la ampolla, con un trapo se hacia fuerza y se abría haciendo un ruido muy particular, algo como ¡toc! Ahora sigue, pero a un ritmo más tranquilo, se debe haber dado cuenta que a ese ritmo no íbamos a necesitar abrir este maldito paquete que se me sigue resbalando. Esto que me esta pasando debe tener que ver con la técnica del sexo tántrico de Sting. Cuanto hace que no escucho a Sting, como me gustó el disco Endringling: … o Vico, because…. Ah, no, me parece que me estoy confundiendo de cantante, que ese disco fue del cantante de Genesis y no del de Police. Tengo que abrir este paquete o cambiar algo porque voy a terminar siendo una decepción para Sting. No me puedo acordar el nombre del cantante de Genesis. Me acuerdo el del guitarrista, Steve Howe, o algo así, bueno por supuesto el baterista, Phil Collins, pero a ese se lo acuerdan todos. Arremeto contra el maldito envoltorio que “preserva” su contenido. Jueguito de palabras, ¡pelotudo!, abrilo de una vez. Uso los dientes y hago pinza con el pulgar e índice de la mano derecha, el pulgar ligeramente desplazado hacia atrás para que el punto de contacto sea la uña que sujeta mejor al plástico. Finalmente lo abro.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Campo

Marta ya esta despierta. Su marido le ronca al lado. Afuera empieza a clarear y se oyen los gallos. Se levanta prende unos marlos en la cocina, lo necesario para el agua. Tantea el mejor pan de la bolsa lo saca lo corta en tres y lo deja arrimado al fuego.

Le prepara ropa limpia, toda, desde las zapatillas hasta la gorra. La siembra ensucia mucho. El mate cocido con leche y azúcar ya está en el tazón enlozado con la cuchara, de las grandes, adentro y el pan con dulce en un plato al lado.

Marta se va a la bomba. En la palangana del lavadero había agua limpia pero se la deja al Agustín. Con la segunda bombeada sube el agua cristalina, helada, dura. Marta se lava, se despierta, se prepara para otro día.

Barre, cuelga ropa, le echa maíz a los pollos, riega la huerta, endereza los tomates y saca yuyos. Se lleva unos zapallitos, ajíes y cebollas para la casa. Abre la cortina de la cocina, sacude el felpudo y pasa un trapo. Agustín ya está levantado. Se dicen algo. Sigue por la pieza. Abre la cortina, sacude las sábanas, hace la cama, pasa el trapo, junta la ropa sucia y la lleva al lavadero. Se viste con su uniforme, dice chau y se va. El pueblo, donde trabaja, está como a cuarenta minutos de paso ligero y hoy va a hacer calor.

Agustín termina el desayuno y se pone la ropa limpia. Va al corral y arregla un alambrado flojo. Hace días que Marta se lo había pedido. Guarda la herramienta y se va para la tranquera al oír pasar la chata por el camino de atrás. La chata se acerca y Agustín salta a la caja antes que pare y los alcance la tierra.

Ya están en el campo y está todo preparado: gasoil, semilla y químicos cargados. Agustín se sube al tractor que no parará hasta el mediodía. Se siembra en segunda con mucho ruido y poca velocidad. El polvo del rastrojo se le pega de afuera y de adentro. Siembra franjas de cuatro metros. El campo tiene mil. Un par de días si no paran. El trabajo es monótono pero mucho más seguro que trabajar con animales. Además se pasa casi todo el día sin tener que hablar con nadie.

Sin más reloj que la aguja del gasoil sabe que esta vuelta es la última antes de parar. Deja el tractor cerca de la casilla y se baja. Con la vibración y el no usarlas, las piernas no se sienten por un rato. Empieza a echar semilla a los tachos cuando llega el patrón. Echar semilla con las bolsas al hombro es pesado pero peor es poner los químicos; hay que hacer cuentas. Eso lo hace Tomás. Juntos completan el gasoil sin hablarse. Agustín no tiene novedades y Tomás sabe que Agustín prefiere no hablar de gusto.

Tomás sube al tractor y hace un par de vueltas mientras Agustín come lo que le trajo. Nota que el hidráulico otra vez pierde, poco, pero pierde. Hoy mismo tiene que encargar los repuestos.

Se va directo para el pueblo, aunque sea la hora de la siesta. Hará tiempo en el boliche, a alguno va a encontrar. Se toma un cafecito y charla de la carrera, del gobierno y del tiempo. En cuanto abren el taller encarga que le traigan los repuestos. Pasa por la Cooperativa porque tiene que cubrir unos cheques. En el almacén compra pan, masa fina y ginebra, se acabó la de la matera del galpón.

Después, va directamente al otro campo. A juzgar por el ganado que hay de un lado y otro de la manga, calcula que ya hizo un poco más de la mitad. Vacunar solo es lento; tenés que hacer fuerza con el animal y con el brete pero enseguida tenés que ser delicado con la aguja y la jeringa. En realidad, decir que trabaja solo es injusto, los perros ayudan, y mucho. Sobre todo el León que encara firme y te pone los animales, de a uno, en la manga y nunca los lastima.

De vuelta, pasa por la casa. El caño transpirado del molino, su estación meteorológica infalible, le confirma que se viene el agua. Antes tiene que terminar de sembrar, si o si. Hoy no paran. Tomás sonríe pensando en su primo porteño que todavía no cree lo del caño del molino y menos lo de cruzar cuchillos y sal bajo la mesa para que pare de llover.

Vuelve a pasar por el pueblo, por la fábrica. Le avisa a Marta que hoy no lo espere a Agustín. Que tienen trabajo hasta mañana. Le guiña un ojo y le dice que él sí va a pasar un rato a la noche.

Marta vuelve apurada a la casa, tiene que preparar algo rico y se tiene que lavar. Al Tomás ya lo conoce, él no pide mucho y termina rápido. Está contenta, hoy va a tener alguien con quien charlar.

viernes, 30 de octubre de 2009

algo de erotismo

que te acuestes desnuda
en el roce de las sabanas
el gemido de una vecina lejana
algunas formas que tenés de despertarme

los roces en momentos imposibles
tu piel seca lisa tibia
tu piel húmeda caliente
pies descalzos

un suéter escote en v y nada abajo
no ver y luego adivinar pezones
pezones endurecidos detrás de una remera
pechos en forma de gota.

las no joyas la no pintura
tu pelo lacio
tu pelo lacio desparramado sobre mi
las cosquilla de tu pelo

que no huelas a perfume
que me huelas
ese gesto que haces con tu boca
verte comer uvas

Los nadadías

La bomba no daba abasto; cada vez había más agua en la sentina. Forzamos la escora para dejar el rumbo por sobre la línea de flotación, navegábamos con la regala de sotavento bajo el agua. Las caritas asustadas de la tripulación estaban puestas en mí. Yo sabia que la zozobra era inevitable. Estábamos a más de doscientas millas de la costa.

Tenía que trabajar sin pausa en prepararlos. Les conté la historia de los nadadías porque solo ellos podrían salvarse en una situación como esta. No se los dije, pero yo nunca los había visto.

Los nadadías son aparentemente humanos. Pueden parecer un hombre o una mujer. Ellos mismos se creen humanos y no recuerdan su verdadera procedencia hasta que se descubren. Esto ocurre cuando quedan en el agua sin posibilidad de salir. Rápidamente se adaptan a su nuevo medio. Le crecen membranas entre los dedos, sus ojos se desplazan hacia los costados, su piel se vuelve azulada, resbaladiza y dura. Pasan a soportar las bajas temperaturas, casi no necesitan respirar y desarrollan un sentido de la ubicación que los hace nadar sin vacilar hacia la costa más cercana. Con todo esto los nadadías han regresado del medio del mar a contar las posiciones de cientos de naufragios. Aman el mar y pasan gran parte de sus vidas embarcados. Cuando el destino los prueba frente a un naufragio y desarrollan o descubren esta adaptación, no hay retorno. Permanecen en ese estado el resto de sus vidas por lo que después de activados la pasan muy mal fuera del agua. Se comenta que el nadadías se siente engañado y decepcionado con la irreversibilidad de su estado y terminan enloqueciendo y hasta matándose. Esta parte del destino de un nadadías no conviene divulgarlo así que me centre en darles la esperanza de que se descubran nadadías cuando estén en el agua.

Supongo que ninguno lo era pues se ahogaron todos.

Yo no he vuelto a salir de mi escondite por la vergüenza que siento por haber perdido a toda mi tripulación y además porque he descubierto lo que soy.

viernes, 9 de octubre de 2009

Pampero

Hace calor, hay sol y algo de viento aunque desde la ciudad esto último es engañoso.
Llegamos a la marina. Hay agua, perfecto, está todo dado para el viaje. Ropa y comida acomodadas. Salimos.
Viento del norte a quince nudos. Dejamos la costa a las diez horas. Si este viento se mantiene, a las cinco estaremos en Colonia. Hace mucho calor.
Se apaga el motor. El silencio es reconfortante y parece absoluto. El oído se acostumbra y vuelven a oírse el agua contra el casco, el tintineo de alguna driza, el ocasional ruido del viento en la vela, nuestra charla. El friso de Buenos Aires se achica y se pierde más rápido que otras veces. El cielo está celeste claro y lechoso. Un halo de bruma envuelve a la ciudad y la desdibuja. El calor aumenta y el viento va desapareciendo.
Son las once cuarenta ya pasamos el Canal Mitre, había bastante actividad, un par de barcos, grandes, muy grandes, se cruzaron cerca nuestro. Lamentablemente el viento sigue bajando, no llega a los cinco nudos. El calor aumenta.
Es la una, no hay viento, las velas portan muy poco y el río se ha vuelto de aceite. Mi transpiración se mezcla con la crema protectora y me hace arder los ojos. La cubierta se llena de insectos. Los tábanos son los peores, además de molestar, pican. Avanzamos a menos de dos nudos, llegaremos en unas diez horas. Chau al atardecer con cerveza en un barcito de la ciudad vieja. Buenos Aires ya no se ve. La bruma se va convirtiendo en algo feo. El barómetro se cae (presión bajó más de diez hectopascales en la última hora).
El calor sigue apretando no da ganas de moverse pero hay que prepararse. Velas abajo, trajes de agua, botas y chalecos salvavidas, carga amarinada, tapas cerradas, posición verificada y a esperar. Para variar, el pronóstico no dijo nada al respecto (o yo no quise oírlo).
Estas tareas previas a la tormenta son la subida lenta y tortuosa del principio de la montaña rusa. Es el momento para preguntarse qué tiene de divertido lo que está por venir y quién me manda a meterme en esta situación.
La calma es absoluta, el cielo sobre Buenos Aires es negro, sobre Colonia, que todavía no se ve, está despejado pero también lechoso. Son las dos. El agua sigue quieta y nosotros también. Ya se huele la lluvia, es lo primero que llega. Ahora se ve, a lo lejos, como arruga el espejo de agua que dejó de ser marrón, es violeta u azul oscuro. Llega la primera racha En un minuto el paisaje es otro…